Highway to hell
Highway to hell
Siempre recordaría aquellos acordes de
guitarra como el soundtrack de la
frontera. Mientras los verdes entraban a mi casa y tumbaban a papá, una mujer
intentaba taparme los ojos para que no viera el charco de sangre en torno a la
cabeza de mamá. – Goin’ down, party time,
my Friends are gonna be there too… I’m on the highway to hell –, canturreaba
inconscientemente uno de los pacos con AC/DC de fondo, mientras empaquetaban la
evidencia. El problema es que yo no me dirigía a una fiesta, no era un verso
metafórico ni un himno de libertad, era el inicio de la pura y dura carretera
al infierno.
Lo conocí cuando tenía cinco años. Estaba
esperando bajo un arco con letras que todavía no podía comprender y un gran
logo rojo y azul con el escudo de Chile. Era un hombre robusto con un diminuto
cinturón que contenía los kilos en exceso. No se molestaba en ocultar su
dentadura amarilla y torcida, en cambio, lucía una amplia y afable sonrisa.
Tenía escaso cabello que se negaba a abandonar, pese al desierto que dejaba en
el centro. Cada cierto rato se arreglaba unos gruesos lentes que insistían en
deslizarse lentamente por su nariz.
Cuando llegué a la puerta de la mano de
una tía con un delantal azul, la saludó con un beso en la mejilla y me acarició
la cabeza con su manaza. Reconocí fácilmente el aroma del alcohol, era algo
habitual en mi antiguo hogar. Pero fue otro olor el que no reconocí, un hedor penetrante
y nuevo, que, si hubiera sabido lo que era, hubiera soltado la mano de la tía y
hubiera corrido de vuelta a las calles. No lo hice, en vez de eso, crucé la
frontera invisible bajo ese arco, entré indefenso en su país.
Al principio no fue tan malo. Compartía un
dormitorio con otros niños de mi edad y tenía más comida y cobijo que en mi
antigua casa. Algunas noches lloraba porque echaba de menos a mi mamá, pero de
a poco se me fue pasando. A mi papá no lo extrañaba, el único recuerdo que
tenía era el hedor a alcohol, las patadas y los gritos a mamá.
Una noche, Jaime, un niño de ocho que
dormía en la cama de arriba, no volvió a la hora. A la mañana siguiente
caminaba con las piernas abiertas, como si le doliera algo. Le pregunté qué le
había pasado, pero él solo me dijo que le había tocado ir a jugar. Curioso le
insistí que me contara de qué se trataba, pero replicó que solo algunos
recibían premios y que si me contaba no seguiría haciéndolo. En el fondo
escuchaban a los Guns: Welcome to the
jungle, it gets worse here everyday, you learn to live like an animal, in the
jungle where we play. Yo tarareaba la
melodía sin entender lo que decía. Me había acostumbrado al rock que le gustaba
a la tía.
Fue antes que me tocara jugar que conocí a
Fluf. Al principio no lo había notado, pero unos días después de pelear con
unos niños mayores, me lo encontré jugando en el baño. Al principio no quería
hablarme, pero después de sentarme y mirarlo fijamente accedió a saludarme y me
regaló uno de sus tesoros, una hoja de un corta cartón. Me dijo que la
mantuviera oculta porque estaba prohibida en ese lugar.
Fluf aparecía a veces. Yo lo buscaba, pero
solo podía verlo cuando él quería. Al menos se preocupaba por mí, siempre que
me pasaba algo me consolaba. Un día me dijo que dormía en el dormitorio 201,
pero eso no era posible, yo dormía ahí. No le repliqué, entendiendo que quizás
valoraba demasiado su privacidad. Cuando le pregunté a Jaime, se rio y me dijo
que no preguntara estupideces.
Algunos días después de mi noveno cumpleaños,
el viejo del Mercedes llegó a mi pieza. Después de haberme recibido cuatro años
antes, lo había visto varias veces pasearse por el edificio con los niños que
sacaba a jugar. Se suponía que el acceso era restringido, así como a nosotros
no nos dejaban salir, pero con él las tías no hacían objeciones.
Me vio sentado en mi cama y se acercó a
preguntarme mi nombre. Le respondí y él me revolvió el cabello en forma de
saludo. Luego, me preguntó si me gustaría dar una vuelta con él. Sentí el mismo
olor que a los cinco años, esa mezcla de alcohol con otro aroma que en el
pasado no había conocido. Sin embargo, cuatro años después, sí sabía qué era.
Fue cuando cumplí ocho. La Jenny me había
dicho que la acompañara al baño porque le daba miedo ir sola. Ella tenía
catorce. Cuando estuvimos solos en el cubículo, en vez de hacer pipí, se bajó
los pantalones, me tomó la mano y me hizo acariciarle la entrepierna. Mi mano
se humedeció, pero no era sudor, era algo de ella. Estuvimos así unos minutos,
ella me abrazaba y apretaba sus piernas, estrangulando un poco mi mano. Después
de un rato, se puso muy tensa por unos instantes y luego se relajó con un largo
suspiro. No pude sacarme el olor de mi mano por varias horas, el mismo olor que
tenía el viejo en la suya.
Ese día me regaló una pelota de fútbol. El
dolor demoró en irse, pero se suponía que habíamos hecho algo divertido. Cuando
me dejó en mi dormitorio quise buscar a Fluf para contarle, pero no lo pude
encontrar. Sin embargo, noté que Jaime me miraba con rabia y resentimiento. Le
pregunté si le pasaba algo y me contestó que ya no lo invitaban a jugar, que se
había hecho muy grande. Le dije que me había tocado a mí, que ahora sí podíamos
hablar de eso, pero no quiso hacerlo y se fue de la pieza.
Fluf me fue a visitar una semana después.
Me preguntó por qué había jugado a algo que me había dolido, yo le contesté que
me habían regalado una pelota y que me habían elegido entre todos los niños.
Fluf no me entendía. Al menos con la Jenny no te dolía, me dijo. Tenía razón,
pero ella no podía regalarme nada, aunque cuando me chupaba abajo se sentía
rico. Al final, como no lo pude convencer, le grité que me dejara tranquilo. Me
miró sereno y me contestó que ese día había cruzado una frontera de la que no
había vuelta atrás. Sin más, se fue caminando por el pasillo.
Un
día, después del juego, mientras el viejo se alejaba canturreando -He’s the one they call Dr. Feelgood, he’s
the one that makes you feel alright –, Jaime se abalanzó sobre él con un
cuchillo cartonero. Un hombretón que lo acompañaba alcanzó a reaccionar y
golpeó a Jaime en el rostro, dejándolo ensangrentado en el suelo. Rápidamente
se acercaron los auxiliares y tomaron al adolescente para llevárselo a
aislamiento. Antes que se lo llevaran, el hombre les hizo un gesto para que lo
dejaran arrodillado frente a él y le sostuvieran los brazos.
Sin dejar de tararear Dr. Feelgod, el
viejo del Mercedes se sacó el cinturón y comenzó a golpearlo sin piedad. Me
sobresalté al sentir la respiración de Fluf a mi lado. Le pregunté qué hacía
ahí, pero me ignoró, seguía enojado conmigo. Seguí su mirada y vi que estaba
fija y llena de terror, absorbiendo cómo golpeaban al niño hasta la
inconsciencia.
Ese día en la noche escuché en la radio
que hablaban del terrible ataque que había sufrido un tal diputado en un centro
de menores. Gracias a la valentía de los auxiliares, que habían detenido al
adolescente, él había podido salir ileso. Lo entrevistaban y decía que
trabajaría por el bienestar de esos niños, que merecían salir de ese terrible
lugar donde vivían en condiciones precarias. Fluf me miraba sentado en la cama
vacía de Jaime mientras movía su cabeza en forma de desaprobación.
Días después de cumplir once, mientras
jugábamos con el señor, Fluf apareció de debajo de la cama. Le pregunté qué
hacía ahí y el viejo se sobresaltó y me empujó lejos, buscando con la mirada a
quién le hablaba. Yo le dije que Fluf estaba ahí, que no había nada de qué
preocuparse. Pero él me llamó estúpido y, en vez de terminar el juego, comenzó
a fustigarme con su cinturón.
Fluf se abalanzó sin aviso sobre él y sacó
la hoja del corta cartón. El viejo apenas tuvo tiempo para sorprenderse cuando el
metal oxidado hoja atravesó su cuello, salpicando el lugar de sangre. Yo le
grité a Fluf para detenerlo mientras buscaba en mi bolsillo el cuchillo, se
supone que me lo había regalado. No se detuvo, lo acuchilló sin piedad una y
otra vez. Yo miraba horrorizado.
Después de unos minutos se volvió hacia mí
con su rostro ensangrentado. - Se acabó el juego – me dijo – hemos cruzado la
última frontera –. Me tendió la mano. Yo la tomé perplejo y lo seguí fuera de
la habitación. Cuando lo vieron cubierto de sangre, a los adultos se les
desfiguró la cara y entraron al cuarto a toda velocidad. El gorila que guardaba
la puerta se abalanzó sobre mí. Antes que me agarrara, vi como Fluf seguía
caminando por el pasillo. ¿Por qué se lanzaban sobre mí? Él iba ensangrentado,
no yo.
Antes de entrar a una pieza cualquiera, se
volvió y me sonrió, mientras con un gesto me indicaba mis manos. Bajé la vista
y vi la hoja ensangrentada en mi mano derecha y la sangre húmeda cubriendo todo
mi cuerpo. Fluf canturreaba con Skid Row sonando en la radio – Accidents will happen, they all heard Ricky say, he fired his six-shot
to the wind that blew that child away –. Todavía
no terminábamos de cruzar la última frontera. Puse el cuchillo en posición y
sentí como se hundía mientras el gorila me aplastaba.
Adolescente del SENAME asesina al diputado
Pérez
El diputado se
encontraba en una visita social en la institución cuando el menor Byron
Sánchez (11), conocido como Fluf, lo acuchilló con una hoja de un corta
cartón. Se ha iniciado una investigación para determinar cómo el arma llegó
al menor y cómo burló la seguridad. Entretanto, el centro será cerrado y los
menores reubicados.
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