Recuerdos en una novela

La primera vez que la vi fue en un taller de literatura. Ella leía un libro de García Márquez, yo llevaba cerrada una ligera novela romántica. No nos saludamos, éramos desconocidos que coincidían en un espacio nuevo. Todos nos sentamos en una mesa redonda, rehuyendo las miradas del resto, escondiéndonos en los cuadernos en blanco que habíamos puesto sobre la mesa y jugueteando nerviosos con el lápiz que cada uno había elegido. Yo tenía un Bic azul que había perdido el tapón trasero y había sufrido innumerables mordidas nerviosas, ella llevaba un lápiz gel nuevecito, novato en la escritura.

Durante los meses de verano nos encontramos semanalmente sin concertar cita alguna. Yo leía mis cuentos dramáticos, ella presentaba ingeniosas sátiras. ¿Los demás? No los recuerdo. Los libros fueron cambiando, cuando terminó Crónica de una muerte anunciada, llegó con La metamorfosis de Kafka. Cuando yo acabé con mi best seller romántico, seguí con El Proceso – inconscientemente hice coincidir el autor –. Los lápices se gastaron, tanto que yo tuve que comenzar con un Bic nuevo, sin rastros de mordeduras ni experiencia expresando mis sentimientos. Cuando terminó el taller, nos despedimos con un beso en la mejilla y la olvidé. El capítulo de aquella novela había terminado. Se alejó caminando mientras abría Cien años de soledad. La miré alejarse con melancolía y saqué de mi mochila El fin de la eternidad, que me acompañaría en el metro.

La casualidad nos encontró en una librería. Al verme sonrió, se acercó y me preguntó cómo estaba. Yo le devolví la sonrisa y le contesté que estaba bien, algo estresado, pero sobreviviendo. Ella buscaba un libro para su primo de quince años, yo solo veía si algo me llamaba la atención mientras me quejaba de los precios. En su mano descansaban Las crónicas marcianas. Le pregunté qué le parecían, me contestó que eran geniales, pero que seguía prefiriendo Fahrenheit 451. Súbitamente mi Kindle pesó como un yunque en mi bolso y con una sonrisa avergonzada asentí enérgicamente. A veces siento que soy una rebelde que lucha contra la quema de los libros, dijo melancólica. Yo, evitando pensar en el lector electrónico, contesté que era una cruzada digna de ser luchada, que eran pocos los que seguían en ella. La última vez que nos vimos leías a Asimov, afirmó, ¿te gusta la ciencia ficción? Contesté que sí, pero que no sabía que a ella también le gustaba. En el taller jamás había incursionado con el sci-fi.  Estoy escribiendo una novela, contestó, pero me ha costado trabajo imaginar un mundo distinto al nuestro. Quiero que sea de extraterrestres, ¿sabes? Es difícil, contesté. Yo leo y admiro a quienes se atreven a construir nuevos mundos, yo prefiero quedarme en la seguridad de la tierra y sus normas.

Tomé un libro de Orson Scott, ¿a tu sobrino le gusta la música?, pregunté. Sí, no deja de tocar guitarra. Dice que cuando grande quiere tocar en Dream Theater. Siempre le digo que probablemente van a estar muy viejos, pero que puede fundar una nueva banda. Normalmente se da vuelta y se va con un gruñido. Regálale este, contesté, entregándole El maestro cantor. ¿De qué se trata?  Prefiero no arruinarte el placer de abrirlo y descubrirlo por ti misma, le dije. Vi a una señora que le hacía gestos desde la caja. Parece que te esperan. Sí, perdón, ¿nos veremos alguna otra vez? Contestó mientras se giraba para irse. Búscame en Facebook y coordinamos, respondí.

No me agregó. Pasaron años y los cuentos se transformaron en ensayos, informes y reportes. El lápiz Bic evolucionó, pero mi cuaderno de anotaciones quedó perdido y polvoriento en la esquina de un closet. No fue hasta un frío invierno en que me encontraba en un Starbucks, con un humeante chocolate caliente en la mesa y La Sombra del Viento de Zafón en mis manos, que la volví a ver. Llevaba una bufanda verde y se había cortado el pelo, pero tenía la misma sonrisa intrigante y llevaba en su mano un libro de la saga de una serie de eventos desafortunados. No me atreví a llamar su atención y fijé mi vista en mi libro, como si no la hubiera visto. Ella pasó de largo, pidió latte y se sentó en otra mesa a leer.  Después de algunos minutos me armé de valor, me levanté de mi mesa y me aproximé a la suya. Antes que llegara, un joven entró a la cafetería, corrió a su lugar y ocupó el asiento frente a ella. Helado en la mitad del salón, cambié de rumbo y me dirigí hacia la puerta. No me di cuenta que el saludo fue un beso en la mejilla  ni del parecido de sus facciones .

Un día mientras caminaba por el Paseo Ahumada, alguien tocó mi hombro. Me di vuelta y la vi ahí, sonriente, con El Sol al Desnudo entre sus brazos. El otro día te vi en una cafetería, te iba a llamar, pero te fuiste demasiado rápido, me dijo. No me di cuenta, contesté, intentando no sonrojarme. No te veo leyendo, dice, ¿acaso has abandonado la cruzada? Sonreí y, sacando La música del silencio de mi mochila, le respondí que jamás la abandonaría. Estoy buscando donde almorzar, le dije en un arrojo de valentía, ¿ya comiste? Me contesta que no y juntos enfilamos en busca de una picada. ¿Le gustó el libro a tu sobrino? Pregunto. Más que a él, a mí, es maravilloso lo que hacen con el canto, ojalá pudiera hacer lo mismo con las letras, contesta melancólica. Estoy seguro que lo haces, contesté mientras rozaban nuestros hombros, tus cuentos en el taller eran brillantes. Eran correctos, pero jamás expresaron como los tuyos, contesta, eran un caudal de sentimientos que por poco no te hacían llorar solo siendo borradores. Me sonrojo y le confieso que llevo tiempo sin escribir. Su sonrisa se borra, se planta frente a mí, toma mis manos y me mira fijamente. No puedes abandonarlo. Escribamos juntos.

Desde aquella vez nos comenzamos a reunir semanalmente. Hombro con hombro frente a un computador intentábamos construir historias en conjunto. Ella con su estilo, yo simplemente vaciando el balde de sentimientos que tenía dentro. Pero hay uno que no podía sacar, no podía expresárselo. En vez, leía Romeo y Julieta a escondidas mientras llevaba a pasear libros de política o economía para parecer inteligente. Ella seguía con la ciencia ficción. Vi pasar toda la saga de la fundación, luego se volcó a Ubik y Blade Runner, para terminar en El Juego de Ender. Le preguntaba siempre cómo iba su novela de ciencia ficción, ella contestaba que seguía sin ser capaz de crear un nuevo mundo.

Una tarde me sorprendió en una plaza leyendo Sputnik mi amor, de Murakami. Creí que ya no leías novelas, me dijo sonriendo. Le confesé que no había terminado ninguno de esos libros de economía que había visto. Me lo imaginé, contestó, es imposible que puedas escribir como lo haces sin nutrirte de historias. Ese día le confesé lo que sentía y ella me respondió con silencio. Silencio y un beso apasionado. Estaba esperando que pudiéramos luchar esta cruzada juntos, me dijo más tarde, acurrucada en mi pecho mientras mirábamos las nubes descansando en el pasto. Ese día en el Starbucks, te vi y no me atreví a acercarme, le confesé, y creí que estabas con alguien. Se rió. Era su hermano.

Once meses después nos encontramos en la clínica alemana. Ella en una camilla, yo a su lado sosteniendo su mano y diciéndole que todo iba a estar bien. En mi bolso no llevaba ningún libro y el de ella se había quedado tirado. No abandones la cruzada, me dijo. No quise contestarle. Observé su cuerpo frágil, los monitores inentendibles y la cara de preocupación de los médicos. Recordé la primera vez que la vi, con Crónica de una muerte anunciada en sus manos, y no pude más que sollozar.

Desde aquel día me embarqué en una nueva novela. Me sumergí en la fantasía y diseñé un mundo, no, un universo. Pero lo hice solo, sin su hombro junto al mío. Lo hice para encontrarla. Sentí la manzana pudrirse en mi cuerpo, la desesperación de la burocracia y finalmente me agobió la soledad de la familia Buendía. Los libros se quemaron y yo observaba la tierra desde otro planeta.

Intenté fundar un nuevo mundo donde ella estuviera, pero su recuerdo solo permaneció en las páginas que compartimos.


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