Despertar

Con este cuento participé en el concurso Cuenta Providencia 2017, logrando ganar el 2° lugar y el premio del público (más votado). Saldrá publicado en un compilado que incluye los 20 mejores cuentos (10 por categoría). 

¿Cómo te llamas? Preguntó. Gabriela, pero dime Gaby, ¿tú? María Jesús, pero puedes decirme Jesu. Vienes de Punta Arenas, ¿no? Debes estar agobiada con tanto calor, afirmó, tomándome por los hombros y sonriendo. La primera conversación de la universidad y mi primera amiga. La Jesu tenía el pelo castaño y unos grandes ojos verdes que no dejaban de escrutarte, siempre buscando algo. Era una chica delgada y expresiva que, con sus reflexiones y locuras complementaba mi taciturna personalidad.
            ¿Alguna vez has pensado si toda esta vida fuera un sueño? Me preguntó un día. Así como ese cuento de Cortázar, donde se confunde la realidad de un indio y un motociclista, que uno está soñando con la vida del otro. ¿Por qué pensaría que es un sueño? Si lo hiciera, no valdría la pena vivirla de igual forma, repliqué. ¿Por qué? Insistió. La verdad no sé, pero no sería lo mismo, intenté defenderme. Y si lo fuera, ¿qué importaría? Podría el rico soñar con su riqueza, el pobre su pobreza y que todos soñáramos lo que somos, como escribió Calderón, pero seguiríamos haciendo lo mismo, seguiríamos siendo igual de egoístas, apuntaló. En ese momento no me di cuenta a qué se refería, no vi cómo ella vivía una realidad que deseaba estar soñando para poder terminarla. En cambio, solo fui capaz de pensar en mi enfermedad al corazón y los trasplantes que no llegaban. Por un momento, deseé que fuera algo de lo que pudiera despertar y no una acelerada carrera hacia la muerte.
            Un día la encontré llorando. Le tendí mi mano en silencio para que se levantara y la abracé. Sentí como su piel se erizaba con el roce de mi cuerpo mientras sollozaba en mi pecho. No quise preguntarle qué pasaba, pero me pidió si podía quedarse en mi casa algunos días y acepté, sin importar las razones que pudiera tener. Esa noche, la sorprendí espiándome mientras dormía. Estaba de pie junto a mi cama, con su delgada figura recortada por la luz de la luna y su rostro anhelante, con una sonrisa incipiente, mientras se mordía el labio inferior y sus manos apretaban sus muslos. Cuando se dio cuenta que me había despertado, se puso roja, se tapó la boca e inventó una excusa poco creíble sobre algo que quería preguntarme, pero lo que yo vi en sus ojos había sido algo más. Ella vivía en un sueño, su rostro revelaba cadenas invisibles que la ataban.
            Al día siguiente volvió a su casa y comenzó a rehuirme en la universidad. Yo la dejé tranquila con lo que estaba viviendo, intentando asimilar lo que había visto. Sin embargo, la situación no duró. Unos días después, me preguntó tímidamente si podía ir a mi casa, necesitaba conversar conmigo. Nos juntamos a la salida del campus y, hasta que nos bajamos en Baquedano, nos mantuvimos en silencio. Caminamos sin mirarnos, cada una oculta en su celular, hasta que llegamos a mi departamento. Una vez ahí, sin poder contenerme, la tomé de los hombros, la obligué a mirarme y le pregunté qué le pasaba. No hubo palabras, solo sus labios en los míos, sus manos en mi espalda y su cuerpo buscándome. Durante unos instantes despertó del sueño y dejó las cadenas atrás. Pasada la sorpresa, devolví su vida a una trágica ficción que terminó con sus ojos suplicantes ante mi confundido rostro.
            Yo no podía devolverle en esta vida lo que ella quería y lo entendió así. Dejó de rehuirme y prefirió vivir su pesadilla añorando lo que tenía cerca, pero que le era inalcanzable. Solo el tiempo sabía cómo despertaría. Yo la acompañé, pero sus tristes ojos verdes eran puñales que me espiaban con deseo y decepción cuando creían que no los veía. Me contó que cuando sus papás se enteraron, la amenazaron con echarla de la casa y llamaron a un neurólogo para que la atendiera, creyendo que era una enfermedad de adolescente. Esa fue la vez que se había quedado conmigo. Hoy era más una allegada que una hija.
            Frente a su confesión, le conté sobre mi enfermedad. Sus ojos estallaron en lágrimas. No podía creer que alguien con un corazón tan grande como el mío estuviera condenada a morir porque no le funcionaba. Bromeé que quizás no era tan buena o que se habían equivocado de dónde venía el amor, pero me silenció con una severa mirada. Esa vez no pudo contenerse, besó delicadamente mis labios y me juró que encontraría a alguien para salvarme. Yo no la rechacé, simplemente sonreí, pensando que eso aliviaría su pesar. Yo estaba resignada hace meses. En ese momento no nos dimos cuenta de la verdad que entrañaban sus palabras.
            Y así, como su vida siempre fue un sueño, cuando se volvió pesadilla despertó de golpe. Con una lluvia de cristales, una bolsa de aire y una confusa amalgama de luces rojas y azules, una sirena la acompañó a la clínica donde yo la esperaba.

            Cuando la Jesu despertó, no podía ver, no podía oler, no podía hablar. A diferencia del indio que termina su sueño como motociclista para ser sacrificado, ella despertó para despojarse de sus cadenas y abrazarme como nunca lo había hecho, para darme una oportunidad. Con un suspiro comenzó a saltar, en una rutina que me acompañaría para siempre. Nunca pude darle en vida lo que ella quería, pero, de ahora en adelante, ella latirá en mi pecho y sus ojos verdes sonreirán para siempre.

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